Publicado el 2022-03-19 en Maestría

El acto de caminar

Por Rafael Huacuz Elías

Coordinador de la Maestría en Planeación y Ordenamiento Territorial Sostenible

 

Todos somos peatones en la ciudad. Independientemente de si contamos con automóvil o no, caminamos al final del recorrido y este acto genera en nosotros una perspectiva distinta de la ciudad. Las condiciones de la movilidad pedestre ofrecen una experiencia sensorial única. La estética del espacio urbano, su traza y vida cotidiana en general refuerzan el sentido de pertenencia y garantizan la capacidad de construir un mapa mental para tener mejor ubicación geoespacial.

 

 

Morelia, al igual que otras ciudades coloniales del país, tenía caminos reales en la antigüedad, a fin de conectar entre sí a los poblados. Se sabe que uno de estos caminos conducía a Acapulco y pasaba por Tiripetío, Pátzcuaro y Uruapan, es decir, cruzaba la meseta purépecha hasta llegar al Océano Pacífico; otro de los caminos que conectaba a Morelia era el de la Ciudad de México, el cual pasaba por Charo, Indaparapeo y Maravatío, localidades que jugaron un papel central para la movilidad insurgente y revolucionaria; otro más fue el camino real hacia Guadalajara, que pasaba por la cañada de los once pueblos, así como por La Piedad, Zamora y la Barca; además, existió el camino real a las minas de Guanajuato, que pasaba por los poblados de Salamanca, Celaya y Querétaro (Marines, 2020).

 

 

Todos estos caminos eran transitados a diario por carretas a caballos, jinetes o caminantes que se desplazaban de un punto a otro, sin que la distancia representara un obstáculo para ellos. Aún recuerdo una anécdota de mi abuelo que contaba que de joven salió caminando a conocer la Ciudad de México de los años cuarenta. Tardó una semana en completar dicha misión, lo que ahora podría parecer imposible.  

 

Los cruces de caminos antiguos estaban marcados por lugares de descanso, por las horas o días que llevaba llegar de un punto a otro. Estos parámetros dieron paso al establecimiento de asentamientos humanos, incluso desde la época prehispánica.   

 

El tiempo utilizado en dichos desplazamientos pedestres no se consideraba perdido, al contrario, se consideraba un tiempo de calidad destinado al ocio y la reflexión. La medida del tiempo se modificó de generación en generación. Nuestros abuelos comenzaban el día al alba, ante el ocaso del sol, se refugiaban en el hogar y terminaban su actividad  descansando. Sus artículos personales o del hogar estaban fuera de toda lógica moderna del mercado, eran productos que duraban prácticamente toda la vida, por tanto, no había necesidad de establecer rutinas de desplazamiento cotidiano para el consumo per se.

 

 

Dos o tres generaciones después, la modernidad impuso un absurdo de metrópolis que no duermen. Tenemos ciudades de veinticuatro horas continuas de actividad, es decir, se pueden encontrar servicios y actividades en cualquier momento. La ilusión de cercanía, producto de la velocidad que imponen los transportes actuales, no se traduce directamente en mejores condiciones de vida. El costo asociado por pagar un auto, un vuelo o un viaje se prorroga en tiempo de trabajo. Estas condiciones de vida llegaron para quedarse: si el consumidor lo demanda, el servicio continuará.

 

Transitar la ciudad caminando es, entonces, un acto de rebeldía que irrumpe dentro de la vía pública, en contra del monopolio que establece el automóvil, como en su momento expresó el arquitecto suizo Jean Robert (2020). Caminar acerca a los habitantes y promueve la integración social. Reflexionemos, por ejemplo, sobre lo que sucede en una plaza o parque público: los desconocidos se cruzan, se saludan, se conocen; los niños juegan entre sí y sus padres, a la larga, establecerán algún tipo de comunicación social, a fin de fortalecer el sentido de comunidad.

 

Referencia:

Robert, Jean. (2020). Los cronófagos, la era de los transportes devoradores de tiempo. México: Ítaca.

Compartir:

Comentarios ()

Otras entradas

Inicia tu proceso de admisión PDF
Lago UNLA